Todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos formas fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más impulsivo, aunque a veces ilógico, es la mente emocional.
La visión convencional de los científicos cognitivos supone que la inteligencia es una facultad racional que se encarga del procesamiento de la información, dicha visión asegura que la inteligencia y el coeficiente o cociente intelectual es un dato genético que no puede ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Sin embargo, el mundo de las emociones se extiende más allá del alcance del lenguaje y de la cognición. El coeficiente intelectual y la inteligencia emocional no son conceptos contrapuestos sino tan sólo diferentes. Todos nosotros representamos una combinación peculiar entre el intelecto y la emoción.
Habitualmente estas dos mentes están en equilibrio, en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. Así pues, las emociones son importantes para el ejercicio de la razón. Entre el sentir y el pensar, la emoción guía nuestras decisiones, trabajando con la mente racional y capacitando o incapacitando al pensamiento mismo. Del mismo modo, el cerebro pensante desempeña un papel fundamental en nuestras emociones, exceptuando aquellos momentos en los que las emociones se desbordan y el cerebro emocional asume por completo el control de la situación. Además, a diferencia de lo que ocurre con los test habituales del CI, no existe y jamás podrá existir un solo test de papel y lápiz capaz de determinar el “grado de inteligencia emocional”.
Así pues, la Inteligencia emocional está basada en como cada ser humano vive sus emociones. Cuando estamos emocionalmente perturbados, solemos decir que” no podemos pensar bien”, no tanto porque el potencial intelectual sea bajo sino porque el control sobre la vida emocional se halla severamente restringido. Sin embargo, regular las respuestas emocionales se puede aprender. El autocontrol emocional no consiste en la negación o represión de nuestros verdaderos sentimientos. Cuando esta represión emocional adquiere carácter crónico, puede llegar a bloquear el funcionamiento del pensamiento, alterar las funciones intelectuales y obstaculizar la interacción equilibrada con nuestros semejantes. Es por ello, que todas nuestras emociones son necesarias e importantes. El “mal” humor, por ejemplo, también tiene su utilidad. El enojo, la melancolía y el miedo pueden llegar a ser fuentes de creatividad, energía y comunicación; el enfado puede constituir una intensa fuente de motivación, especialmente cuando surge de la necesidad de reparar una injusticia o un abuso. Así pues, la inteligencia emocional implica que tenemos la posibilidad de elegir cómo expresar nuestros sentimientos.
La inteligencia emocional nos permite tomar conciencia de nuestras emociones, comprender los sentimientos de los demás, tolerar las presiones y frustraciones que soportamos en el trabajo, acentuar nuestra capacidad de trabajar en equipo y adoptar una actitud empática y social, que nos brindará mayores posibilidades de desarrollo personal.
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